sábado, 19 de diciembre de 2009

El escritor

Empeñaba sus horas en inventar un lugar
donde hombres y mujeres
se reunieran a escuchar poemas,
discutir metáforas,
desenredar verbos tejidos en homenaje al amor,
la luna, el río, el otoño.

Llamó a gritos a enamorados
para que escribieran sobre el suplicio de amar.
A secas viudas que lloraran en tinta sus soledades,
a remilgadas señoritas que desarmen el mar y las rosas,
a serios catedráticos inmersos en construir una Babel del siglo XXII,
y porqué no, a los indefinidos, a los deprimidos, a los indeseables.

Solo pedía que escribieran,
que leyeran a los mágicos,
que escucharan a los poetas.
Nadie lo oyó.

Se trepó al emblemático puente de la ciudad,
y se dejo caer con los ojos bien abiertos,
deseando leer, en el fondo del río,
en el silencio brumoso,
su ultimo poema a la vida.

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