viernes, 23 de abril de 2010

Aquel payaso


La mujer, envuelta en un sarao de largos flecos, se dobló sobre
la baranda de su balcón, tratando de llamar la atención del chofer de la
camioneta. No la oyó. La puerta que transportaba se deslizó y cayó al
pavimento.
Bajó corriendo por las escaleras y, sofocada, llegó a la calle.
El payaso pintado en la fuerte madera la miraba con cínica mueca.
Pidió ayuda a un transeúnte y con gran esfuerzo llevó la puerta a un salón
de la planta baja. Allí daba clases de dibujo a chicos vecinos.
La casa de donde provenía la puerta debía ser antigua, porque era
larga, maciza y sus goznes estaban algo oxidados. La colocó sobre dos
caballetes y se propuso no devolverla, serviría para trabajar con sus
alumnos.
Al otro día, el alborotado grupo quedó fascinado. La pintura
los cohibía; los ojos, el mechón amarillo que asomaba de la gorra,
el rojo botón de la nariz, cobraban vida ante la azorada mirada
infantil. No se animaban a apoyar sus papeles y crayones.
Entonces decidió, con la ayuda de los mayores, dar vuelta la
puerta y el payaso quedó para siempre mirando tristemente el desabrido
piso, sintiendo sobre sus espaldas cómo danzaban los colores, tropezaban
las risas, galopaban los pinceles.
Imaginó a cierto pintor americano que gastaría su tiempo
buscándolo, pero le gustó su final.

Elsa Hufschmid

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